Saltó de su cama sobresaltado. Tomó su ropa y se fue vistiendo mientras salía torpemente de su minúscula habitación. Sacó de su cabeza, la última pereza de sueño absorbiendo el frío húmedo de ese largo pasillo de paredes sin tiempo. Cada tres largos pasos sus blancas sienes recibían la tibieza que desprendían las tenues luces naranjas de las velas. Sus vocalizaciones guturales iban tomando el tono apropiado para el primer canto.
Se detuvo a los pies de la escalera que había terminado de construir el día anterior. A pesar del tiempo que la madera de abeto había abandonado Medio Oriente, aún conservaba su aroma.
Los del lugar la llamaban la escalera al cielo, porque al final de ella se escuchaba la voz de Dios.
Subió los 33 escalones sin lumbre, la hubiese necesitado para lo que vendría, pero él no lo sabía. Los flacos músculos de sus piernas poseían la memoria de cuánto debían elevarse para posarse en cada escalón. Su cuerpo reconocía la inclinación de cada peldaño. Sus manos estaban satisfechas de posarse en tan suave superficie, que ellas mismas habían pulido siguiendo las reglas de la Orden Cisterciense.
Dos veces 40 días en la soledad del desierto y dos veces 40 años de soledad espiritual le costó la construcción de esta santa escalera. Por eso era tan importante cumplir hoy con el maitines antes de la llegada de los copistas.
Por los ornamentados vitrales del coro alto, la luna permitía entrar su tenue luz blanca que lo ayudó a esquivar varios de los estalos y misericordias que habían quedado de la ceremonia anterior, cada uno que dejaba atrás era una demora más en su tarea.
Nunca le había pasado llegar al momento y que no se encuentre todo en condiciones, tal vez por eso el sudor en su cuerpo helado.
La luz blanca comenzó a ser cada vez más intensa, en un segundo invadió toda la habitación.
Sus ojos la recibieron en paz, a pesar de no haber hecho la señal de la cruz al despertarse.
La luz llegó a su máximo esplendor, envolviéndolo, y de la misma manera que llegó, desapareció.
Nadie supo más de él, así como un día había llegado, había desaparecido.
Ante las insistentes preguntas de los viajeros, que querían saber quién había sido el creador de tan bella escalera, los monjes del monasterio Cisterciense tenían una única respuesta: un ángel.
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