Dicen que en la Casa Rosada no hay café, ni coraje, ni corazón, pero sí muchas hojas de cálculo. Dicen —los que aún conservan la lengua viva en medio del hambre— que el presidente de la Nación, ese profeta de los números y azote de la ternura, gobierna desde un Excel celeste, donde los niños no lloran, los ancianos no tiemblan y las ollas no están vacías, porque sencillamente no figuran en ninguna celda. Allí todo es perfecto: la curva crece, el déficit se achica como si fuera una úlcera tratada con palabras, y el pueblo —ese dato molesto— se oculta debajo de una fórmula mal arrastrada.
Una Argentina más ordenada, más prolija, más eficiente. Eso prometieron. Y vaya si cumplieron. Han eficientizado el sufrimiento, convertido la angustia en un índice y la pobreza en un KPI. Las villas no existen en la planilla. Las lágrimas no tributan, los cuerpos no votan. Solo importan los porcentajes, los ránkings, las metas de superávit, como si un país fuera un negocio con mala clientela. Como si la patria fuera un PowerPoint para presentarle al Fondo Monetario, y no una madre rota que sangra por la boca del conurbano.
Pero la Excel-celencia tiene un precio. Porque mientras Milei acaricia su mouse con devoción mística, como si fuera la lanza de Longinos, los jubilados eligen entre comer y comprar medicamentos, las escuelas se desmoronan con los niños dentro, y los comedores barriales apilan pibes como si fueran granos de una cosecha maldita. Las universidades cierran. Los hospitales se vacían. Y el pan se vuelve una metáfora de lo que fuimos: un lujo que solo algunos pueden pronunciar.
Nada de eso, por supuesto, entra en la pantalla del presidente. Allí no hay columnas para el hambre, ni gráficos de la desesperanza, ni macros que contemplen a los que viven en los márgenes de la estadística. Milei no gobierna un país: opera una tabla. No le habla al pueblo: le habla a los mercados, a los gurús del capital, a los libertarios de yate y whisky. Porque esta ultraderecha que dice defender la libertad, no defiende otra cosa que el derecho exclusivo de los ricos a vivir como emperadores en una tierra de mendigos.
Han privatizado la compasión. Tercerizado el Estado. Nos devuelven al siglo XIX con emojis y discursos delirantes. Y todo mientras el pueblo —ese que todavía cree que vivir es más que sobrevivir— ve cómo se aleja el tren de la dignidad, como si alguien hubiera eliminado la estación desde una celda oculta en un Excel maldito.
No es solo Milei. Es el síntoma de algo más vasto y más vil. Es una ultraderecha que se disfraza de revolución mientras destruye lo común. Que recita libertad y aplica crueldad. Que entrega el país al capital extranjero con una sonrisa de hiena y una bandera falsa en el bolsillo. Una derecha sin patria, sin pueblo, sin amor.
Y cuando el último algoritmo haya sido ejecutado, cuando el último hospital haya cerrado, cuando la última escuela haya dejado de enseñar, el pueblo argentino —como tantas veces— volverá desde abajo, desde los fuegos pequeños, desde la memoria y el hambre, a recordarles a los de arriba que la dignidad no se borra con Ctrl+Supr. Y que ningún Excel, por más perfecto que parezca, puede contener la furia de un pueblo cuando ha entendido que su dolor no fue un error de fórmula, sino parte del plan.

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