El eco del látigo de Jesús, hace más de dos mil años, vuelve a sonar en nuestro tiempo. Aquella escena en la que el Nazareno vuelca las mesas de los mercaderes que desvirtuaban la casa de oración no es una postal lejana: es el reflejo cruel de una Argentina donde los templos del poder se han convertido en cuevas de privilegio.
Hace apenas unos días, el Congreso de la Nación decidió ignorar el clamor de la calle. Mientras millones de jubilados sobreviven con haberes indignos, y el gobierno se niega a actualizarlos con justicia, los senadores se otorgaron un aumento que eleva sus dietas a más de 9.5 millones de pesos mensuales. En un país donde la mitad de los niños vive bajo la línea de pobreza, esta decisión no solo es una afrenta: es una profanación de la función pública.
Y el contraste duele. Mientras el poder político se engalana con aumentos obscenos, el Hospital Garrahan —símbolo de la salud pública y refugio de miles de familias— sufre una sangría de profesionales por los bajos salarios. ¿Cómo puede haber recursos para privilegios, pero no para cuidar a nuestros niños enfermos?
Así como el Templo de Jerusalén fue convertido en mercado por quienes lucraban con lo sagrado, nuestras instituciones parecen hoy usurpadas por quienes se sirven de ellas, en lugar de servir al pueblo. Los "mercaderes" ya no venden animales ni cambian monedas: redactan leyes, manejan presupuestos y se blindan del sufrimiento con trajes caros y discursos vacíos.
La indignación de Jesús no fue un capricho: fue un acto ético. Fue el grito de quien no podía callar ante la injusticia. Hoy, ese látigo simbólico debería ser la voz de una sociedad que ya no tolera la impunidad, la desigualdad ni la indiferencia de sus dirigentes.
Es tiempo de purificar el templo. Devolverle a la política su sentido noble: servir al bien común. Que la Casa del Pueblo sea, una vez más, casa del pueblo. Que los cargos públicos sean vocación, no botín. Que el mandato sagrado de gobernar se ejerza con humildad, no con codicia.
A quienes hoy detentan el poder: miren a los ojos de los jubilados que cuentan monedas, de las madres que no saben qué poner en la mesa, de los médicos que abandonan su puesto por necesidad. Abandonen el confort de sus burbujas. La ética y el amor al prójimo no son dogmas religiosos: son el cimiento de cualquier sociedad que aspire a la justicia.
La verdadera grandeza de un líder no está en cuánto acumula, sino en cuánto transforma para bien la vida de los más olvidados.
La dignidad no se negocia.
La justicia no puede esperar.

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