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Ruta 40 (Cuento)

 4x4, 6.7 litros, potencia 365 CV. 24 válvulas, chasis de acero de alta resistencia, llantas de aleación de 18” y toda la tecnología. Roja, por supuesto.

Qué linda se ve desde el ventanal del bar. 

Abstraído de su belleza se olvidó de sus amigos, puso mute en su cerebro y dejó de ser parte de ese griterío.

El dedo índice dentro de la argolla del llavero seguía haciendo círculos en la mesa.

Como un zombie se levantó, tomó su campera y se dirigió hacia la puerta. Los demás seguían en sus discusiones.

En el portal de ese bar de La Poma, miró hacia ese cielo nocturno único que sólo pueden dar los valles calchaquíes.

Un play again amarillo de bordes rojos brotó en su memoria, el detonante que necesitaba.

Subió a su camioneta y emprendió el recorrido de los últimos kilómetros de la Ruta 40.

Evitar salir de noche y llevar siempre unas hojas de coca, los consejos de sus amigos y otros viajeros quedaron atrás llevados por el polvo y las piedras que levantaban las cuatro ruedas del vehículo. 

A 4.200 msnm la noche estrellada ofrecía uno de los espectáculos más sorprendentes: la lluvia de estrellas. Más de treinta estrellas fugaces por hora.

Tal vez fue ésto lo que lo distrajo. 

Se salió del camino y una maniobra con giro a la izquierda evitó que embistiera una gran roca de basalto, salpicada por yaretas, desprendida de la montaña. 

Todavía aferrado al volante esperó que su corazón volviera a la normalidad. Tomó los Camel de su campera, bajó de la camioneta y como el rubio de la vieja publicidad de cigarrillos encendió uno sentado en el paragolpes delantero.

Sumido en la contemplación del cielo estrellado, no advirtió la presencia de una figura a su lado. Un hombre de baja estatura, de tez oscura y mirada profunda, vestía un poncho de llama cuyos colores vibrantes parecían reflejar la luz de las estrellas.

–¿Allillanchu? –inquirió el desconocido en un idioma ancestral.

El susto lo sobresaltó. ¿Quién era este hombre en medio de la nada? ¿Qué hacía aquí? Sus preguntas se agolparon en su mente, pero antes de que pudiera formularlas, el otro continuó:

–Disculpe, no quise asustarlo. Vine para ver si necesitaba ayuda, estoy de paso y vi lo que le sucedió.

El hombre, aún aturdido, asintió con la cabeza. No recordaba haber visto a nadie acercarse.

–Mi nombre es Viltipoco –dijo el hombre, extendiendo una mano-. Voy al encuentro de los omaguaca en Coctaca, para agradecer a la Pachamama. Mi intención también era descansar en este samiri.

Viltipoco señaló el pequeño promontorio de tierra donde se encontraban. El protagonista no conocía el término, pero el gesto era claro.

–Sí, fresca la noche, no –balbuceó, sintiendo un escalofrío que nada tenía que ver con el frío nocturno. Al levantar la vista, se quedó atónito. El cráneo del visitante tenía una forma... distinta.

–Sí, fresca –respondió Viltipoco, con una leve sonrisa que parecía contener siglos de secretos. Al ver la sorpresa en el rostro de su interlocutor, añadió—: No tengas miedo. Soy tan real como tú, aunque cargue con historias que tal vez hayas olvidado.

El hombre tragó saliva. ¿Qué historias? ¿Qué secretos podía ocultar este hombre?

–Historias antiguas –dijo Viltipoco, sus ojos brillando en la penumbra—, que los valles y las montañas recuerdan, aunque los hombres ya no escuchen. Hablo de los tiempos en que los hombres y los dioses caminaban juntos, cuando entendíamos que la tierra y el cielo son un solo cuerpo.

El hombre sintió un cosquilleo en la nuca. ¿Acaso estaba alucinando? No, el hombre estaba ahí, a solo centímetros de él, mirándolo fijamente.

–Y... ¿por qué me decís todo esto? –preguntó, tratando de sonar casual, aunque la curiosidad y el miedo luchaban por dominar su voz.

Viltipoco lo miró con profundidad, como si buscara algo en su interior.

–Porque tú también tienes una historia que contar –respondió Viltipoco, sus ojos brillando en la penumbra—. Los caminos que recorremos nunca son solo nuestros. Cada paso que das, cada decisión, es un círculo que se conecta con otros círculos. Y en ese entrelazado, encontramos la flor de la vida, la unión entre lo que fue, lo que es y lo que será.

El hombre sintió el peso de esas palabras. Por un instante, el frío de la noche se esfumó y sintió un calor inexplicable en el pecho, como si todo a su alrededor le hablara en un idioma ancestral.

–¿Entonces… todo lo que hago importa? –preguntó casi en un susurro, sin entender del todo lo que quería saber.

–Todo es parte de un gran tejido –dijo Viltipoco, asintiendo—. Tus acciones, tus pensamientos, incluso este momento en el que nos encontramos, son hilos en la red de la vida. Nada queda suelto, nada se pierde.

Miró al cielo y luego a Viltipoco, con un atisbo de respeto y agradecimiento.

–Nunca lo había visto así –dijo en voz baja.

Viltipoco le puso una mano en el hombro.

–Ahora lo sabe. Recuerda esta noche, este cielo, y sigue caminando. No está solo; ningún círculo está solo.

Ambos se quedaron en silencio, mirando las estrellas, mientras el viento parecía susurrarles las historias de todos los que caminaron antes por esos mismos senderos.

Viltipoco alzó la vista hacia las estrellas y señaló el cielo.

–Mira allá, donde empieza el sendero de Wiraqocha –dijo Viltipoco, su voz suave pero firme, con una tonalidad que parecía provenir de un tiempo olvidado—. Lo que ve arriba es un reflejo de lo que habita en el interior de cada ser. Todo gira y se repite, círculos dentro de círculos. Así como tú, al igual que yo, te encuentras recorriendo los mismos caminos.

El hombre, aún receloso pero intrigado, miró hacia las constelaciones que parecían bailar en esa noche calchaquí. En el silencio, las estrellas comenzaban a unirse en patrones, formando figuras que parecían susurrar secretos ancestrales.

– ¿Qué es lo que querés decir? –preguntó, tratando de entender lo que parecía un enigma.

Viltipoco trazó un círculo en el aire con el dedo, como imitando los movimientos que él mismo había hecho en la mesa del bar, y su gesto dejó una estela que resplandecía, transformándose en otra y otra, hasta formar un complejo entramado que parecía extenderse hasta el infinito.

–Cada círculo encierra historias y destinos –dijo—. La flor de la vida, el patrón del universo, como la entendieron mis ancestros que estaban conectados a otras culturas del mundo, es solo el principio. Es la huella de aquello que no tiene fin, el círculo que sigue, que atraviesa todas las vidas, todos los tiempos. Los antiguos sabían que cada uno de nosotros formaba parte de algo más grande, algo eterno.

De pronto, comprendió. Los círculos no eran simples figuras. Eran recuerdos, vivencias, las rutas que trazamos y que se cruzan, conectando cada ser y cada espíritu en una red interminable. Era la ruta misma, la conexión de su vida con el pasado incaico, con las estrellas y la Tierra, con el universo en su totalidad.

–Entonces... ¿Estamos destinados a repetir siempre el mismo camino? –preguntó con un tono de asombro y reverencia.

Viltipoco sonorizando y negando suavemente.

–No repetir, sino comprender. Cada giro te acerca más al centro, donde comienza la verdadera vida, la verdadera unidad. La ruta 40, tus amigos, este lugar… cada paso es parte de esa danza.

Por un momento, el hombre sintió que el tiempo se detenía. En lugar de desvanecerse, Viltipoco extendió su mano y le ofreció un pequeño objeto que parecía tallado en piedra. Era una especie de amuleto con círculos entrelazados, una versión antigua y rudimentaria de la flor de la vida.

–Lleva esto contigo –dijo Viltipoco—. Representa la conexión entre todo lo que fue, lo que es y lo que será. Cada vez que te sientas perdido o desconectado, recuerda que en el fondo, siempre estamos en nuestro camino.

El hombre tomó el amuleto con manos temblorosas, y al instante una energía profunda lo atravesó, como si mil voces antiguas despertaran en su interior. Viltipoco se alejó en silencio y se perdió en la penumbra, caminando hacia el horizonte, con el poncho flameando a su alrededor, hasta que la noche lo engulló por completo.

De vuelta en su camioneta, miró el amuleto y sintió que cada camino, cada decisión y cada lugar lo habían llevado exactamente a ese punto. Encendió el motor y avanzó por la Ruta 40, pero esta vez, en vez de sentirse solo, experimentó la compañía de todos los que habían recorrido ese camino antes que él. Sabía que, de algún modo, Viltipoco y sus ancestros viajaban junto a él, y que su viaje era una danza continua en el círculo sin fin de la vida.

A lo lejos, en el cielo, creyó ver una estrella fugaz que le guiñaba un ojo, como un recordatorio eterno de que, en cada giro de los círculos, él siempre estaría encontrándose consigo mismo.


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