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Las madres del éxodo: crónica de un castigo con uniforme

 

Sobre el artículo publicado por El País el 17/06/2025: "Las madres cubanas acusadas de tráfico de menores por llevar a sus hijos a Estados Unidos" https://elpais.com/us/migracion/2025-06-17/las-madres-cubanas-acusadas-de-trafico-de-menores-por-llevar-a-sus-hijos-a-estados-unidos-es-un-castigo-por-ser-emigrantes.html


La madre cruzó la selva con los pies sangrando y el niño dormido entre los brazos, como se cruza un desierto de siglos buscando apenas agua. No llevaba armas, ni consignas, ni banderas. Llevaba una fe muda, esa que sólo conocen las mujeres que paren en tierra hostil. Pero del otro lado no la esperaban brazos: la esperaban leyes con colmillos.

Allí donde antes se alzaban estatuas a la libertad, ahora se levantan jaulas. Y no para animales. Para niños. Para madres. Para sueños. Las llaman criminales por llevar a sus hijos en brazos, como si el amor fuera contrabando. Como si proteger la vida fuera delito. Como si cruzar una frontera con el corazón en la garganta fuera un acto de guerra.

La ultraderecha no gobierna con ideas, gobierna con castigos. No construye patria, construye trincheras. Se disfraza de orden, pero es miedo. Se envuelve en tradición, pero es odio. Es un monstruo con traje caro y voz segura que sonríe frente a las cámaras mientras miles se ahogan en el mar, se asfixian en camiones o duermen entre ratas y frío.

No entiende de niños dormidos ni de manos temblorosas. Se alimenta de alambradas y cifras. Levanta fronteras como quien siembra odio, esperando cosechar obediencia. En Europa, donde el Mediterráneo devora pateras como si fueran rezos hundidos, también acusan a los desesperados de invadir, de contaminar, de venir a robar el aire. No importa que huyan de guerras financiadas por los mismos que hoy los desprecian. No importa que el mar les devuelva los cuerpos de sus hijos como postales de ultratumba. Lo que importa es conservar la pureza. Lo que importa es sembrar miedo.

En Estados Unidos, cuna del sueño, la pesadilla se llama inmigración. Allí, una madre cubana que cruza la frontera con su hijo es tratada como una delincuente. La ley —que alguna vez fue tierra de asilo— ahora es una trampa legal. Los valores —esos que se declaman en cada discurso— son papel mojado cuando el acento es otro y la piel tiene sol.

La lógica se repite: la misma que encierra niños en centros de detención, que llama “ilegales” a los que escapan de la miseria fabricada por el mercado global. La misma que predica un “nosotros primero” que, en realidad, siempre ha significado “ellos nunca”.

Las madres cubanas acusadas de “tráfico de menores” no son criminales. Son náufragas de un mundo donde amar a un hijo y luchar por su futuro se ha vuelto un acto subversivo. Y como todo acto subversivo, molesta. Porque no cabe en los márgenes de la obediencia, ni en las lógicas frías del poder.

Es la misma bestia en Florida que en Lampedusa. En Texas que en Calais. Cambia el idioma, pero no el desprecio. Les dicen “ilegales” a los desesperados, “traficantes” a las madres, “plaga” a quienes huyen del hambre. No importa si son cubanos, sirios, senegaleses o venezolanos: para el fascismo reciclado del siglo XXI, todos caben en una sola palabra: amenaza.

Acusar a una madre de tráfico por intentar salvar a su hijo es tan cruel como acusar al pez de nadar. Es una perversión jurídica al servicio de una ideología: la del supremacismo blanqueado, la del nacionalismo que necesita enemigos para existir, la del poder que convierte el sufrimiento ajeno en capital político.

El pensamiento ultraderechista odia lo que no puede controlar: la ternura, la solidaridad, la vida fuera del protocolo. Por eso encierra. Por eso excluye. Por eso empuja al abismo. Porque sabe que su castillo de miedo se derrumba con una simple mirada de madre.

¿Quién gana con este horror?

 Ganan los de siempre: los que no cruzan fronteras, porque las diseñan. Los que no conocen el hambre, porque la provocan. Los que no entienden de exilios, porque jamás fueron echados de ningún lugar: ellos lo poseen todo.

Bajo esta noche que parece eterna, los niños siguen creciendo en jaulas con techos de hojalata y custodia armada. Y sueñan —cuando aún se atreven a dormir— con una madre que los abrace sin miedo, sin grilletes, sin permisos.

Porque en este siglo XXI de algoritmos y fascismos reciclados, quizás el acto más radical de resistencia sea llevar a un hijo de la mano, cruzar la frontera, y llamarlo por su nombre.

Gabriel García Márquez dijo que el deber del escritor es estar del lado de los condenados. Hoy, los condenados son madres que cruzan selvas, mares y desiertos con un hijo al hombro. No buscan riqueza ni venganza. Buscan vivir. Y por eso se les castiga. Porque en este nuevo orden ultraderechista, vivir con dignidad es una amenaza.

Y mientras el odio desfila por las capitales del mundo con traje nuevo y viejos prejuicios, recordamos que aún hay palabras que no se arrodillan. Palabras que incomodan, que sangran, que apuntan. Palabras que, como esta, se atreven a decir que entre esos tipos y nosotros, hay algo personal.


“…

 Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar

 Van a cagar a casa de otra gente

 Y experimentan nuevos métodos de masacrar

 Sofisticados y a la vez convincentes

 No conocen ni a su padre cuando pierden el control

 Ni recuerdan que en el mundo hay niños

 Nos niegan a todos el pan y la sal

 Entre esos tipos y yo hay algo personal

 …”

 (Fragmento de “Algo personal” – Joan Manuel Serrat)


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