El peronismo es, quizás, la criatura política más enigmática de la Argentina. Nació a mediados del siglo XX como una irrupción inesperada, un relámpago que reordenó la vida social, la cultura y la política del país. Desde entonces ha atravesado dictaduras, democracias, crisis, exilios, victorias arrolladoras y derrotas humillantes. Y, sin embargo, sigue ahí, como si no pasara el tiempo. Su capacidad de reinventarse es tal que, al mirarlo de frente, uno diría que se mantiene joven, siempre dispuesto a vestirse con los ropajes de la época.
Pero la juventud aparente no significa inocencia. Como en la novela de Oscar Wilde, donde Dorian Gray conserva su lozanía mientras su retrato oculto envejece y se corrompe, el peronismo ha sostenido su atractivo popular al precio de ocultar en un desván simbólico las marcas del desgaste: sus contradicciones, sus claudicaciones, sus pactos inconfesables y sus derrotas.
La eterna juventud del movimiento
Lo notable del peronismo es su plasticidad. Ha sido obrero y empresario, revolucionario y conservador, populista y liberal, verticalista y disperso. Puede convocar a un sindicalista de los años 50, a un empresario de los 90 o a un joven militante de la era digital, y todos encontrarán en él una razón de pertenencia. Esa ductilidad le permite presentarse como si fuera siempre el mismo, rejuvenecido, inmutable en sus banderas históricas de justicia social, independencia económica y soberanía política.
En la plaza, el bombo retumba como si fuera la primera vez. Las banderas flamean, los discursos hablan de justicia social, de independencia, de grandeza. Cada generación de dirigentes reaparece convencida de inaugurar una aurora, como si el ciclo pudiera repetirse sin fin. Esa capacidad de reinventarse es la lozanía del rostro: intacto, seductor, atractivo.
El retrato escondido
Pero en el desván de la historia el retrato acumula cicatrices. Allí se encuentran las huellas de la violencia interna de los 70, la corrupción de distintas gestiones, el autoritarismo, la burocratización del sindicalismo, el oportunismo de quienes lo utilizaron como vehículo de poder. Allí también habitan las promesas incumplidas de justicia social, la pobreza estructural que nunca se resolvió, las derrotas económicas que se repiten con distintos nombres.
El peronismo, como Dorian, preserva la apariencia fresca a costa de ocultar ese retrato cada vez más grotesco. El precio de la juventud política es la negación o el olvido de sus propias deformidades.
La fascinación del mito
¿Por qué, entonces, sigue cautivando? Quizás porque, al igual que Dorian Gray, el peronismo encarna un mito irresistible: el mito de lo popular eterno, de la voz de los invisibles, de la promesa de redención colectiva. Aunque el retrato escondido muestre un monstruo, el pueblo mira el rostro impecable del mito y se aferra a él.
El peronismo es, también, una máquina de producir símbolos. Es Evita como santa laica, Perón como mito fundador, el bombo como latido de la multitud, el aluvión como identidad. Y los símbolos, cuando arraigan en el imaginario colectivo, se vuelven casi indestructibles. Borges decía que los pueblos se reconocen en sus mitologías más que en sus hechos: acaso el peronismo sea la mitología argentina por excelencia.
Juventud, espejos y laberintos
El espejo devuelve siempre un rostro joven, pero ¿qué ocurre con la juventud real? ¿Sigue existiendo un semillero de militantes que crea en la justicia social como destino? ¿Será La Cámpora la última generación que logre encarnar esa vitalidad? ¿O, paradójicamente, será la izquierda la que logre resucitar el espíritu originario del peronismo, obligándolo a reconstituirse en su núcleo popular?
Como en un relato borgeano, el peronismo se parece a un laberinto infinito: en cada pasillo hay un espejo distinto, y cada reflejo es una versión del movimiento. Ninguno es el definitivo, todos son verdaderos. En esa multiplicidad radica su poder y también su condena.
¿Redención o condena?
En la novela, Dorian muere al intentar destruir su retrato. En la política argentina, no está claro si esa confrontación con el propio espejo llegará alguna vez. Lo cierto es que, por ahora, el peronismo sigue siendo un cuerpo joven con un alma desgarrada. Y quizás esa sea, precisamente, la fuente de su poder: la capacidad de prometer futuro mientras carga un pasado lleno de sombras.
Pero la historia no es una novela cerrada. Tal vez el destino del peronismo no sea la decadencia, sino la renovación. Quizás el retrato no deba ser destruido, sino reinterpretado por nuevas generaciones que, frente al avance de la ultraderecha, comprendan que la justicia social no es un anhelo antiguo, sino la única juventud posible.
Epílogo
El síndrome de Dorian Gray aplicado al peronismo es algo más que una metáfora: es una clave para entender su vitalidad. Movimiento y retrato, mito y contradicción, belleza y monstruo conviven en una tensión que, lejos de debilitarlo, lo mantiene vivo. Mientras otros partidos envejecen y mueren, el peronismo conserva la lozanía de lo popular.
La última palabra no está escrita. Puede ser que el espejo termine por quebrarse, o que el mito logre otra metamorfosis. Lo cierto es que, si alguna vez vuelve a levantarse como en 1945, será porque nuevas juventudes decidan rehacer el rostro y no temerle al retrato. Porque, en definitiva, la verdadera eternidad del peronismo no está en el desván de sus sombras, sino en la justicia social como horizonte de los que aún no han nacido.

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